A veces siento que me puede la pena, que se come, que me engulle sin dejarme respirar. Que en milésimas de segundo acaba conmigo sin ningún tiño de esfuerzo.
Que se instaura en la boca del estómago y como una imparable y cruel pompa de jabón se expande, se extiende cual metástasis por todo mi cuerpo. Son esos momentos, demasiados últimamente, en los que las lágrimas afloran sin control alguno.
La pena me traga, saliva mierda y se come resbalándome por el esófago de su crueldad.
Haciendo que de mi quede un ínfimo punto rojo, brillante pero tan pequeño como una lágrima, más pequeño que una lágrima incluso. Y en ese ínfimo punto rojo nada queda más que dolor y malestar y remordimiento y pensamientos-brea.
Un punto rojo insignificante que queda perdido en la inmensidad de un universo demasiado grande e inhumano.
Se me come la pena y no sé cómo evitar que lo haga.
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