El otro día entendí y me di triste cuenta, de que siempre espero a alguien, de que siempre le canto a alguien, de que siempre soy una cocina roja y caliente, de que la única vez que creí que yo era la razón para que alguien cantase la verdad era que estaba encerrada en una relación insana y falsa.
Ayer entendí que yo no puedo hacer nada, nada más. Porque realmente lo he intentado todo, como siempre y, como siempre, una vez más, no puedo hacer nada más que esperar. Odio la espera, esperar me desespera me enajena, me enloquece y obsesiona.
No puedo dejar de pensar en cosas que no debería ni plantearme. Cada dos por tres me veo a mi misma agitando mi cabeza para quitarme las ideas que se pegan en mi psinápsis como brea asquerosa, negra y maloliente.
Estoy cansada, agotada de pensar, de sentir, de dolerme, de hacerme daño. Me siento mal por muchas cosas y no quiero sentirme mal por intentar hacer su vida mejor, por intentar hacer que sea feliz. Eso ya es, simplemente, el colmo.
Todos tienen razón. No puedo seguir así, ni puedo ni me lo merezco. Lloraré en la soledad por cosas que no debería llorar, por cosas que más pronto o más tarde conseguiré que no me afecten; esos llantos serán privados, exclusivos, como yo. Pero lo demás, las lágrimas de desesperación provocadas por el no-entendimiento, las lágrimas de tristeza arrancadas por la falta de comprensión, por el no-cariño, esas tienen que ser explicadas, reconocidas, entendidas, y tomadas en cuenta; las lágrimas desconocidas pasan desapercibidas y eso es tan injusto para ellas, que lenta y dolorosamente resbalan con cuidado por una mejilla enrojecida por el dolor o la vergüenza.
Las lágrimas tienen que ser conocidas para poder ser... reconocidas y merecedoras de una sincera disculpa.