Lo oí romperse, despedazarse en decenas de pedazos de algún material frágil, transparente y cortante ¿cristal tal vez?.
Le oí caer, como Lulú cuando su madre le dijo que Pablo se iba a América, pero más real, mucho más doloroso.
Cayó y se rompió en decenas de briznas que él fue machando con sus pies desnudos, paseándose indiferente sobre ellas haciéndolas polvo, un polvo incapaz de ser reconstruido. Los trozos, con paciencia, tiempo y buen pegamento, se pueden unir; pero el polvo... con el polvo no se puede hacer nada más que barrerlo y dejarlo apartado en un montoncito inútil en una esquina de la cocina.
Sí, él se paseó indiferente con sus pies descalzos y no se clavó nada, no le hirió nada (¿tal vez sí?), o si le hirió no sangró, no había manchas de sangre entre el polvo cristalino. Sólo palabras resonando en mis oídos rebotando contra mi cráneo, grabándose a fuego en mi sien.
De verdad, aseguró que lo oí caer.
Fue un sonido sordo, más bien un estruendo.
Él, obviamente, no se dio cuenta de nada, como siempre, de nada que pase más allá de su ombligo. Así que ahora necesitaré un latido prestado...
No hay comentarios:
Publicar un comentario