Sentí que me hundía.
Al principio no, el estanque que se derrama ahogándome quedó a ras, descendió la marea para dejarme pasear por la ribera. Y yo, tranquila y serena para variar, pasee confiada junto a ese río, junto a ese estanque, que tanto me gusta y que tanto me aterra a la vez.
Paseé.
¿Durante cuánto tiempo? No lo sé, el tiempo pasa rápido cuando se está tranquilo, cuando la felicidad asoma.
Así que, como la ilusa que soy, me confié. Confié en que sería capaz de mantenerlo a raya, en que no dejaría que se desbordara, en que no dejaría que, una vez más, como tantas otras, se derramara, me derramara.
Pero, volvió a subir el nivel, poco a poco, casi de manera imperceptible, y, a lo que me quise dar cuenta, ya era tarde. Se derramó ahogandome. Otra vez, otra de tantas.
Aunque, fue distinto. Encontré un muelle nuevo, un puerto, una malecón al que engancharme, al que anclarme, por lo menos de momento, por lo menos en ese momento.
Quizás porque esta vez abrí los ojos, busqué y luché contra la corriente en vez de dejarme arrastrar como he hecho hasta ahora.
Quizás esa sea la solución. Dejar de mirar el nivel y mirar lo que me rodea.

1 comentario:
Adoro las aguas bravas... por eso llevo siempre un flotador a mano.
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